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jueves, 27 de marzo de 2014

UNA FUERZA EXTRAÑA ME DICTA LO QUE ESCRIBO

Conocida es la amistad entre el gran Vallejo y Antenor Orrego, aquí le contamos una anécdota hallada entre los manuscritos de Orrego. Este manuscrito carece de fecha, lo que sí puede ser afirmado es el lugar donde sucede pues está escrita directamente en el texto.

En esta situación podemos conocer, al menos implícitamente, los conceptos de arte de ambos personajes, especialmente, el arte expresado en la poesía.

También se le deja una fotografía inédita de la Bohemia de Trujillo.
(La foto ha sido sacada de un artículo escrito por Teodoro Rivero Ayllón, en el diario "La Tribuna", Lima 8 de Nov. de 1959).



Nos había invitado nuestro amigo Pedro Huamanchumo a su “chacra” en Mansiche “a pasar la tarde”. Era nuestro invitante un indio enjuto, más bien alto, vigoroso, de músculos acerados y flexibles. Poseía una elegancia natural en su porte y ademanes aristocráticos y distinguidos, no obstante la humildad y sencillez de su vida. Veíase el descendiente de antigua raza que había conservado las maneras de su estirpe sobre un fondo melancólico, inconsciente, reminiscencia quizá de lejana grandeza. Pasaba ya de los cincuenta años. 


Nos había cobrado un intenso afecto y se complacía en nuestra compañía. Nos conmovía su efusiva solicitud para atendernos. Su esposa y sus cuatros hijos, dos muchachas y dos varones, hacían de su modesto hogar un ambiente grato, amable, encantador. Yo y Vallejo hubimos de ser, tiempo después, los padrinos de los cuatro matrimonios.


Después del almuerzo nos echamos a caminar por los alrededores. Don Pedro nos  presentó a parientes y amigos y todos nos trabamos en animada charla hasta muy avanzada la tarde. Luego, nuestro amigo se fue urgido  por menesteres que lo reclamaban.


Nos quedamos solos y nos sentamos a descansar de la caminata. En frente teníamos el escenario de los cerros próximos, teñidos de violeta y hacia la derecha los reflejos fantásticos del sol poniente que tendría una clámide de rojo, gualda y rosa en el horizonte. Era un ambiente aéreo transparente, impalpable.
Vallejo estaba pensativo y como surgiendo en sí mismo. De pronto, me dijo:



-          ¿Qué valor tiene para ti la forma en la expresión poética?
Le respondí, después de pensar unos instantes en la inesperada pregunta: -La función del poeta y del artista en general, es sobre todo, una función expresiva y su único instrumento para realizarla es la forma. Todos los hombres –o por lo menos muchos de ellos- pueden tener la intuición o la emoción poética, pero, sólo el poeta es capaz de transmitirla. Allí donde los demás callan presas del plasmo estético, el poeta habla, tiene el poder misterioso de hablar y de hablar con belleza. Este poder hablar es poder crear formas porque sin ellas nada pueda expresarse.


-          ¿Y qué clase de poder es éste que diferencia al poeta de los demás hombres?
-Si quisiéramos buscarle alguna explicación plausible, yo diría, por ejemplo, que el poeta tiene la facultad de retener más intensamente que los otros hombres las impresiones estéticas que recibe y que, luego –ya en el momento de la creación- es capaz de re-crearlas, de reproducirlas con su íntegra frescura original. En realidad, el poeta se vuelve un niño y, por eso, su obra está como circundada o, mejor dicho, está sumersa dentro de una tmósfera de candor virginal.



Pero, esta explicación no basta a esclarecernos del todo su poder creativo. Es un poder misterioso que reside más allá de su persona individual y concreta. Un poder mágico que saca diríamos, casi de la nada, una verdadera criatura viviente. El mismo poeta nunca se explica claramente la esencia de este poder que reside en sí mismo y que no hace otra cosa que constatar su presencia. Tiene, casi siempre, la impresión de que su obra no es enteramente suya y que le es regalada desde una dimensión que no domina, como un don o acto gratuito.


        -Es cierto lo que dices, acotó Vallejo. Yo he sentido eso algunas veces. En aquello que hago mejor, me siento arrebatado de mí, es decir, de mi personalidad corriente y cotidiana, estoy enajenado de mí mismo, como si una fuerza extraña me dictara lo que escribo, a veces siento, como si recordara algo que hubiese olvidado. Y ¡cosa paradójica! –a la vez que me siento enajenado- siento, sin embargo, que en esos momentos soy verdaderamente yo mismo, sé que allí está mi ser auténtico y soy profundamente feliz. Si uno pudiera prolongar ese estado indefinidamente ya no necesitaría ningún sustituto de la felicidad…



Anochecía. Las sombras de los cerros próximos se adelantaban con premura sobre nosotros. Tuvimos que regresar a la ciudad.




Esta anécdota ha sido redactada del siguiente libro, a continuación la bibliografía.

Mi encuentro con César Vallejo. Antenor Orrego. 229 pp. Tercer Mundo Editores. 1989. Colombia.