De modo que era ya un escritor con cinco libros clandestinos (La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba, La mala hora, Los funerales de Mamá Grande y Todos los cuentos). Pero mi problema no era ese, pues ni entonces ni nunca había escrito para ser famoso sino para que mis amigos me quisieran más, y eso creía haberlo conocido. Mi problema grande como novelista era que después de aquellos libros me sentía metido en un callejón sin salida, y estaba buscando por todos lados una brecha para escapar. Conocía bien a los autores buenos y malos que hubieran podido enseñarme el camino, y sin embargo me sentía girando en círculos concéntricos. No me consideraba agotado. Al contrario: sentía que aún me quedaban muchos libros pendientes, pero no concebía un modo convincente y poéticos de escribirlos. En esas estaba, cuando Álvaro Mutis subió a grandes zancadas los siete pisos de mi casa con un paquete de libros, separó del montón el más pequeño y corto, y me dijo muerto de risa:
-¡Lea esa vaina, carajo, para que aprenda!
Era Pedro Páramo.
Aquella noche no pude dormir mientras no terminé la segunda lectura. Desde la noche tremenda en que leí La Metamorfosis de Kafka en una lúgubre pensión de estudiantes de Bogotá -casi diez años atrás- había sufrido una conmoción semejante. Al día siguiente leí El Llano en llamas y el asombro permaneció intacto. Mucho después, en la antesala del consultorio, encontré una revista médica con otra obra maestra desbalagada: La herencia de Matilde Arcángel. El resto de aquel año no pude leer a ningún otro autor, porque todos me parecían menores.
Fuentes:
Texto:
Rulfo, J. Obras (2011). RM. España.
Fotografía:
https://centrogabo.org/gabo/gabo-habla/breves-nostalgias-sobre-juan-rulfo