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sábado, 28 de noviembre de 2020

CUANDO EL GABO LEYÓ POR VEZ PRIMERA A RULFO

    De modo que era ya un escritor con cinco libros clandestinos (La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba, La mala hora, Los funerales de Mamá Grande y Todos los cuentos). Pero mi problema no era ese, pues ni entonces ni nunca había escrito para ser famoso sino para que mis amigos me quisieran más, y eso creía haberlo conocido. Mi problema grande como novelista era que después de aquellos libros me sentía metido en un callejón sin salida, y estaba buscando por todos lados una brecha para escapar. Conocía bien a los autores buenos y malos que hubieran podido enseñarme el camino, y sin embargo me sentía girando en círculos concéntricos. No me consideraba agotado. Al contrario: sentía que aún me quedaban muchos libros pendientes, pero no concebía un modo convincente y poéticos de escribirlos. En esas estaba, cuando Álvaro Mutis subió a grandes zancadas los siete pisos de mi casa con un paquete de libros, separó del montón el más pequeño y corto, y me dijo muerto de risa:

    -¡Lea esa vaina, carajo, para que aprenda!

    Era Pedro Páramo.

    Aquella noche no pude dormir mientras no terminé la segunda lectura. Desde la noche tremenda en que leí La Metamorfosis de Kafka en una lúgubre pensión de estudiantes de Bogotá -casi diez años atrás- había sufrido una conmoción semejante. Al día siguiente leí El Llano en llamas y el asombro permaneció intacto. Mucho después, en la antesala del consultorio, encontré una revista médica con otra obra maestra desbalagada: La herencia de Matilde Arcángel. El resto de aquel año no pude leer a ningún otro autor, porque todos me parecían menores.

    No había acabado de escapar al deslumbramiento cuando alguien le dijo a Carlos Velo que yo era capaz de recitar de memoria párrafos completos de Pedro Páramo. La verdad iba más lejos: podía recitar el libro completo, al derecho y al revés, sin una falla apreciable, y podía decir en qué página de mi edición se encontraba cada episodio, y no había un solo rasgo del carácter de un personaje que no conociera a fondo.


Fuentes:

Texto:

Rulfo, J. Obras (2011). RM. España.

Fotografía:

https://centrogabo.org/gabo/gabo-habla/breves-nostalgias-sobre-juan-rulfo

lunes, 23 de noviembre de 2020

FAULKNER EN CONFERENCIA

Uno de los periodistas peruanos más reconocidos, sin lugar a dudas, es Manuel Jesús Orbegozo. Este, en una conferencia que se dio en Sao Paulo en una Conferencia de Escritores (año indefinido por el autor), pudo participar en una rueda de prensa del narrador William Faulkner. A pesar de las complicaciones que significa participar en una evento donde se presenta Faulkner (por la cantidad de asistentes), recopiló algunos apuntes sobre la misma. A continuación les compartimos algunos de los pasajes más llamativos:

ARTE SOCIAL

En la pregunta sobre si el arte debía ser social, el escritor dijo lo siguiente: -No, su principal función es crear algo emocionante y bello, es presentar algo que antes no se conocía. Lo social o mensaje es puramente incidental-.

CIRO ALEGRÍA

Mientras salía del cargamontón que le habían hecho los asistentes sobre los hombres de su generación, de la famosa "Generación perdida", se le preguntó si cuando escribe, él piensa en el lector:

-Yo soy mi único lector...

Se le preguntó si había leído "Ulises" antes de escribir su libro "Santuario", con el cual hay similitud. Dijo que no.

Cuando le pregunté si había leído a Ciro Alegría: Dijo -No-.

GUERRA

-¿La humanidad de hoy ha mejorado, Mr. Faulkner?

-Sí, notablemente, en relación con la de hace cien años. Ahora hay que soportar más frío y hay buenos libros por 25 centavos. Solo las estupideces, la ambición, la locura y las tonterías continúan.

Recordando su estada en Europa, exactamente después de la primera y segunda imbecilidad humana, se le preguntó:

-¿Qué diferencia botó entre la Europa de 1914 y la de 1947?

-Exactamente la de una guerra -respondió sutilmente. Al inquirírsele si la guerra estaba destinada a desaparecer, el notable escritor manifestó que no. 

Fuentes:

Orbegozo, M. (1958). Reportajes. AUSONIA. Perú.

Fotografía:

https://politicaguru.com/william-faulkner-narrador-de-narradores/




lunes, 2 de noviembre de 2020

A NUESTRO PADRE CREADOR TUPAC AMARU (himno - canción)

Este himno, inicialmente escrito en quechua (haylli - taki), es una de las expresiones rítmicas más queridas por el mismo autor, lo cual se determina desde el mismo agradecimiento (inicio del himno). Gracias a la editorial Horizonte, en su colección de cinco tomos de Obras Completas, podemos leer la versión traducida, acompañada de su representación en el idioma original. A continuación el himno:

A Doñas Cayetana, mi madre inidia, que me protegió con sus lágri-
mas y su ternura, cuando yo era un niño huérfano alojado en una
casa hostil y huérfana. A los comuneros de los cuatro ayllus de Puquio
en quienes sentí por vez primera, la fuerza y la esperanza.

Tupac Amaru, hijo del Dios Serpiente; hecho con la nieve del Salqantay; tu sombra llega al profundo corazón como la sombra del dios montaña, sin cesar y sin límites.

Tus ojos de serpiente dios que brillaban como el cristalino de todas las águilas, pudieron ver el porvenir, pudieron ver lejos. Aquí estoy, fortalecido por tu sangre, no muerto, gritando todavía.

Estoy gritando, soy tu pueblo; tú hiciste de nuevo mi alma; mis lágrimas las hiciste de nuevo; mi herida ordenaste que no se cerrara, que doliera cada vez más. Desde el día en que tú hablaste, desde el tiempo en que luchaste con el acerado y sanguinario español, desde el instante en que le escupiste a la cara; desde cuando tu hirviente sangre se derramó sobre la hirviente tierra, en mi corazón se apagó la paz y la resignación. No hay sino fuego, no hay sino odio de serpiente contra los demonios, nuestros amos.

Está cantando el río,
está llorando la calandria,
está dando vueltas el viento;
día y noche la paja de la estepa vibra;
nuestro río sagrado está bramando;
en las crestas de nuestros Wamanis montañas,
en su dientes, la nieve gotea y brilla.
¿En dónde estás desde que te mataron por nosotros?

Padre nuestro, escucha atentamente la voz de nuestros ríos; escucha a los temibles árboles de la gran selva; el canto endemoniado, blanquísimo del mar; escúchalos, padre mío, Serpiente Dios. ¡Estamos vivos; todavía somos! Del movimiento de los ríos y las piedras, de la danza de árboles y montañas, de su movimiento, bebemos sangre poderosa, cada vez más fuerte. ¡Nos estamos levantando, por tu casa, recordando tu nombre y tu muerte!

En los pueblos, con su corazón pequeñito, están llorando los niños.
En las punas, sin ropa, sin sombrero, sin abrigo, casi ciegos, los hombres están llorando, más tristes, más tristemente que los niños.
Bajo la sombra de algún árbol, todavía llora el hombre, Serpiente Dios, más herido que en tu tiempo; perseguido, como filas de piojos.
¡Escucha la vibración de mi cuerpo! Escucha el frío de mi sangre, su temblor helado.
Escucha sobre el árbol de lambras el canto de la paloma abandonada,
nunca amada;
el llanto dulce de los no caudalosos ríos, de los manantiales que suavemente
brotan al mundo.
¡Somos aún, vivimos! (Kachqanirakmi)

De tu inmensa herida, de tu dolor que nadie habría podido cerrar, se levanta para nosotros la rabia que hervía en tus venas. Hemos de alzarnos ya, padre, hermano nuestro, mi Dios Serpiente. Ya no le tenemos miedo al rayo de pólvora de los señores, a las balas y la metralla, ya no le tememos tanto. ¡Somos todavía! Voceando tu nombre, como los ríos crecientes y el fuego que devora la paja madura, como las multitudes infinitas de las hormigas selváticas, hemos de lanzarnos, hasta que nuestra tierra sea de veras nuestra tierra y nuestros pueblos nuestros pueblos.

Escucha, padre mío, mi Dios Serpiente, escucha:
las balas están matando,
las ametralladoras están reventando las venas,
los sables de hierro están cortando carne humana;
los caballos, son sus herrajes, con sus locos y pesados cascos, mi cabeza,
mi estómago están reventando,
aquí y en todas parte;
sobre el lomo helado de las colinas de Cerro de Pasco,
en las llanuras frías, en los caldeados valles de la costa,
sobre la gran yerba viva, entre los desiertos.

Padrecito mío, Dios Serpiente, tu rostro era como el gran cielo, óyeme: ahora el corazón de los señores es más espantosos, más sucio, inspira más odio. Han corrompido a nuestros propios hermanos, les han volteado el corazón y, con ellos, armados de armas que el propio demonio de los demonios no podría inventar y fabricar, nos matan. ¡Y sin embargo, hay una gran luz en nuestras vidas! ¡Estamos brillando! Hemos bajados a las ciudades de los señores. Desde allí te hablo.

Hemos bajado como las interminables filas de hormigas de la gran selva. Aquí estamos, contigo, jefe amado, inolvidable, eterno Amaru.

Nos arrebataron nuestras tierras. Nuestras ovejitas se alimentan con las hojas secas que el viento arrastra, que ni el viento quiere; nuestra única vaca lame agonizando la poca sal de la tierra. Serpiente Dios, padre nuestro: en tu tiempo éramos aún dueños, comuneros. Ahora, como perro que huye de la muerte, corremos hacia los valles calientes. Nos hemos extendido en miles de pueblos ajenos, aves despavoridas.

Escucha, padre mío: desde las quebradas lejanas, desde las pampas frías o quemantes que los falsos wiraqochas nos quitaron, hemos huido y nos hemos extendido por las cuatro regiones del mundo. Hay quienes se aferran a sus tierras amenazadas y pequeñas. Ellos se han quedado arriba, en sus querencias y, como nosotros, tiemblan de ira, piensan, contemplan. Ya no tememos a la muerte. Nuestras vidas son más frías, duelen más que la muerte. Escucha, Serpiente Dios: el azote, la cárcel, el sufrimiento inacabable, la muerte, nos han fortalecido, como a ti, hermano mayor, como a tu cuerpo y tu espíritu. ¿Hasta donde nos ha de empujar esta nueva vida? La fuerza que la muerte fermenta y cría en el hombre ¿no puede hacer que el hombre revuelva el mundo, que lo sacuda?

Estoy en Lima, en el inmenso pueblo, cabeza de los falsos wiraqochas. En la Pampa de Comas, sobre la arena, con mis lágrimas, con mi fuerza, con mi sangre, cantando, edifiqué una casa. El río de mi pueblo, su sombra, su gran cruz de madera, las yerbas y arbustos que florecen, rodeándolo, están, están palpitando dentro de esa casa; un picaflor dorado juega en el aire, sobre el techo.

Al inmenso pueblo de los señores hemos llegado y lo estamos removiendo. Con nuestro corazón lo alcanzamos, lo penetramos; con nuestro regocijo no extinguido, con la relampagueante alegría del hombre sufriente que tiene el poder de todos los cielos, con nuestros himnos antiguos y nuevos, lo estamos envolviendo. Hemos de lavar algo las culpas por siglos sedimentadas en esta cabeza corrompida de los falsos wiraqochas, con lágrimas, amor o fuego. ¡Con lo que sea! Somos miles de millares, aquí, ahora. Estamos juntos; nos hemos congregado pueblo por pueblo, nombre por nombre, y estamos apretando a esta inmensa ciudad que nos odiaba, que nos despreciaba como a excremento de caballos. Hemos de convertirla en pueblo de hombres que entonen los himnos de las cuatro regiones de nuestro mundo, en ciudad feliz, donde cada hombre trabaje, en inmenso pueblo que no odie y sea limpio, como la nieve de los dioses montañas donde la pestilencia del mal no llega jamás. Así es, así mismo ha de ser, padre mío, así mismo ha de ser, en tu nombre, que cae sobre la vida como una cascada de agua eterna que salta y alumbra todo el espíritu y el camino.

Tranquilo espera,
tranquilo oye,
tranquilo contempla este mundo.
Estoy bien ¡alzándome!
Canto;
mismo canto entono.
Aprendo ya la lengua de Castilla,
entiendo la rueda y la máquina;
con nosotros crece tu nombre;
hijos de wiraqochas te hablan y te
escuchan
como el guerrero maestro, fuego
puro que enardece, iluminando.
Viene la aurora.
Me cuentan que en otros pueblos
los hombre azotados, los que sufrían,
son ahora águilas, cóndores de
inmenso y libre vuelo.
Tranquilo espera.
Llegaremos más lejos que cuanto tú quisiste y soñaste.
Odiaremos más que cuanto tú odiaste;
amaremos más de lo que tú amaste,
con amor de paloma encantada, de calandria.
Tranquilo espera, con ese odio y con ese amor sin sosiego y sin límites, lo que tú no pudiste lo haremos nosotros.
Al helado lago que duerme, al negro precipicio, a la mosca azulada que ve y anuncia la muerte a la luna, las estrellas y la tierra, el suave y poderoso corazón del hombre; a todo ser viviente y no viviente, que está en el mundo, en el que alienta o no alienta la sangre, hombre o paloma, piedra o arena, haremos que se regocijen, que tengan luz infinita, Amaru, padre mío. La santa muerte vendrá sola, ya no lanzada con hondas trenzadas ni estallada por el rayo de pólvora. El mundo será el hombre, el hombre el mundo, todo a tu medida.

Baja a la tierra, Serpiente Dios, infúndeme tu aliento; pon tus manos sobre la tela imperceptible que cubre el corazón. Dame tu fuerza, padre amado. 

José M. Arguedas. Obras Completas. Tomo III. Editorial Horizonte. Lima, Perú. 1983.