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jueves, 21 de enero de 2021

¡AL RAMERIO! - A LA MIERDA LO DEMÁS - 1995

 

¡AL RAMERIO¡

(A LA MIERDA LO DEMÁS - 1995)

“Sentir junto a ella

el placer de la vida,

el placer de la muerte (…)”

Leusemia

 

Al ramerio, carajo!-, la frase apareció pegajosamente en su cabeza. La noche anterior había sido fría y solitaria; no le quedaba nadie más que él mismo para ofrecerse un poco de cariño. Luego, la lluvia. Este fenómeno atmosférico humedeció todo a su alrededor, cuando se observó con las manos mojadas por las gotas blanquecinas, se sintió ridículo. Entonces, lo entendió: -Es hora de ir-.

Pensó que una ducha fría y tempranera, además de un desayuno bien surtido, le ayudarían a superar esas exaltaciones iniciales; se equivocaba. En la universidad, se sentó hasta la parte posterior del aula. Desde allí, se perdía del radio visual y el prejuicio de sus compañeros; en cambio, a él se le facilitaba la visualización de todos, o mejor dicho, de todas. Se recostaba con medio cuerpo en el espaldar de la carpeta y lo restante en el asiento. Tomada esa posición era más fácil ver cómo las figuras infértiles de sus compañeras resaltaban falsamente en atributos.

Una en especial le llamaba la atención: Margoth. De todas, era la que más y mejor había desarrollado. Para él, no era secundario ver todo ese ritual de movimientos que su amiga proponía al sentarse: Estiramiento de espalda, movimiento perpendicular de cabello, relajación de pecho y flexión e inflexión de piernas. Todas esas secuencias femeninas le amordazaban y desquiciaban; desde la lejanía, todo sudoroso por la emoción, disfrutaba de ese juego.

-¡Pérez!, ¿Está usted atento a la clase?-, salió de su letargo por unos minutos. Le atemorizó la pregunta y las posteriores miradas del resto del grupo; doblando y entrechocando sus dedos nerviosamente, dijo que sí. La maestra de lenguaje no satisfecha con esa respuesta, le replicó: -¿Comprendió cómo se usan los recursos no verbales en las expresiones orales?-. Escuchó el final de la pregunta y volvió a estremecerse; esta vez, imaginando a la profesora.

*

Los famosos colectivos rojos de la línea Paradiso Express esperaban, en la intersección de las avenidas América y Miraflores, el inicio de su extendida ruta. Allí, justo frente a El Cuartel, sus pacientes parroquianos hacían tiempo mientras se llenaba su unidad de turno.

Era el caso de Lucho, quien había ocupado con rapidez uno de los asientos posteriores del auto rojo; desde su posición pudo observar como dos mujeres lo reconocieron sentado ahí y se rieron a viva voz de sus necesidades sexuales. Se sintió ridículo por segunda vez en el día.

-Sube rápido, güebón-, le dijo un tipo a su colega mientras lo empujaba hacia el interior.

-¡Al toque!, ¡Al toque!- El otro se lanzó contra Lucho.

–Disculpa, causa-; y se acomodó rápido.

El vehículo se llenó con esos nuevos pasajeros. Ante el vértigo del momento, el chofer dejó de golpear el adorno en forma de perro que había pegado en el tablero y encendió el motor de su maquinaria.

El recorrido había iniciado y el viejo conductor no podía concebir el mismo sin un poco de música. Encendió su radio en una emisora que, según el horario, emitía salsa centroamericana antigua.

-¿Tienes miedo?-, consultó uno de los jóvenes que lo acompañaban en el asiento trasero. Lucho sintió la crudeza de la pregunta y la incertidumbre de lo inesperado. Volteó en dirección al emisor y lo miró a los ojos con cierto temor.

-Nada, lo que quiero es llegar de una vez-, le respondió su colega. Luis se reconfortó al escuchar la resolución de ese joven y al saber que la pregunta inicial no era para él. Al mismo tiempo, estaba de acuerdo con aquella respuesta, quería llegar de una vez.

-Quiero cachar, tío-, le señaló uno de los jóvenes a su acompañante, ambos probablemente serían universitarios como él, con los mismos sueños y con las mismas necesidades, -¡no la veo hace meses!-

-Me han dicho que hay flaquitas nuevas, extranjeras. Estos días tienen buena pinta-, replicó el otro levantando la voz, aunque sus palabras se confundían con la distorsionada reproducción radial de “Oye el consejo” de Los Guayaberos de Holguín: “Te pasas el día vagando por toda la vecindá. Aé La Habana, aé La Habana; choeurs: Aé la Habana, aé la Habana, ¿quién no goza, quién no baila, caballero, en La Habana?”, resonaba mientras un pequeño silencio acompasaba su conversación.

–No, tío, no importa que hayan mujeres horribles, enfermas y brutas; taradas, de pena, de miedo o muertas; lo que importa es que sean putas, que sean unos demonios en la cama-, sin dejarlo terminar, el viejo conductor detuvo su andar pues habían llegado al fin de su recorrido.

Luis esperó unos minutos en los alrededores mientras los muchachos con los que había viajado se adelantaban. Luego que los perdió de vista, se acercó hasta al enorme portón medio verde que funcionaba como entrada. Desde allí, sentado en una silla roja muy resistente, un tipo obeso le pidió diez soles de entrada. Los pagó sin dar objeciones.

Sintió el cambio de ambiente de inmediato, fuera se percibía la claridad característica de la alegre tarde; en cambio, dentro la falta de luz lo encegueció. Unas luces sicodélicas verdes y rojas iluminaban temerosamente el largo pasaje de puertas blancas. En la mayoría de portales, señoritas seductoras y autopromocionadas esperaban poder captar a alguien. Todas en ropa interior llamaban visualmente a sus posibles clientes.

Pérez caminaba justo en el centro del callejón, esquivando a otros embelesados como él. Al llegar hasta su recurrente puerta catorce, se decepcionó de encontrarla cerrada. Seguramente otro estaría haciendo uso de la mujer que él ya había reclamado como suya en otros días. Prosiguió su búsqueda de nuevos y desconocidos cuerpos a los que asaltar y tomar. Cuando sintió que su camino se quedaba sin opciones, identificó a una jovencita en ropa interior negra acostada contra su entrada. A diferencia de las demás, esta no insistía para que adquieran sus servicios, simplemente miraba pasar a los parroquianos. Esas actitudes esquivas lo atrajeron y motivaron a entrevistarla.

-¿Cuánto?-, le dijo apenas se acercó hasta ella. Quiso parecer lo más calculador posible, si bien es cierto la jovencita le había atraído, no quería pagar más de la cuenta.

-Veinticinco, buena atención, sin apuro, trato de pareja, con paciencia-, le respondió la mujer. Seguramente habría repetido esta frase innumerablemente; tantas, que a Lucho le pareció una robotización de palabras.

-¿Masaje a la cabeza?, le replicó.

- Ya, también.

Entró al cuarto, desde dentro parecía más pequeño de lo que se proyectaba en el pasadizo. Había una mesita de noche con una tira de preservativos todavía sin usar, una botellita de alcohol, la cartera de la señorita y un parlantito negro que la mujer encendió y sintonizó con el bluetooth de su celular.

-Usa el gancho de la puerta-, le dijo a su joven cliente, mientras le señalaba hacia la entrada. Luis recogió su ropa que había tirado sobre un banco y la colgó como se lo dijeron.

De un costado de la pequeña plataforma que servía como baño, la mujer sacó un tazón que llenó con agua, atrajo hacia sí a Luis, que ya había terminado de desnudarse, y le empezó a enjuagar los testículos y el pene con la maña que solo la experiencia otorga.

Lucho inició con ella los masajes que había imaginado mientras observaba a sus compañeras. Recordaba a Margoth y todo ese ritual de comodidad que solía realizar en el aula, en algunos casos pensaba también en la experiencia de la profesora de lengua; cuando eso sucedía, estrujaba con más salvajismo los senos de su nueva amante.

*

-¿Te puedo hacer una pregunta?-, había tomado la costumbre de hacer preguntas a sus parejas de alquiler, el único objeto era el de encariñarlas y luego invitarlas a salir; quizá en el futuro algún servicio le saldría gratis. Pensaba que ese tipo de mujeres vivían ansiosas, que por un poco de amor sincero podrían hacer lo que uno quisiera; y aunque él no les podía dar ese amor, lo que sí podía era fingirlo.

-Con tal que no sean las típicas preguntas tontas: ¿cuál es tu nombre? o ¿cómo terminaste trabajando acá?, no hay problema-, le repuso la joven con un gesto de aburrimiento. Mientras, se acercó a un espejo que tenía colgado a lado del baño y empezó a peinarse bajo sus reflejos.

Una vez más, se sintió ridículo. Esas eran las usuales preguntas que hacía y que le funcionaban para socializar con esas mujeres. Aprovechando la circunstancia, le preguntó: -Primera vez que veo que una de ustedes se mira al espejo después de tirar, ¿por qué?-

La mujer cambió repentinamente de semblante, parecía más niña que al inicio; de todas las preguntas que le pudieron haber hecho, esa era la que menos esperaba. Se observó detenidamente por un tiempo prolongado: pasmada, vencida, inútil.

-Cuando veo el espejo… cuando lo veo-, por primera vez en la noche titubeaba en sus acciones, la seguridad que atrajo a Lucho hasta la puerta número veintiuno se perdió en un instante. –Ahí estoy, me veo reflejada-, se tomó un tiempo para continuar: -me veo de niña y me acuso. Ahí estoy triste, llorando. Por lo que soy ahora, por la inocencia que abandoné y que arrojé por las monedas que tipos como tú me entregan-.

Lucho se impresionó con la respuesta, el temor le embargó. Se vistió tan velozmente como pudo.

-Y tengo miedo, así como tú ahora-, sentenció la muchacha, cada minuto que pasaba, parecía más niña, más pura.

Se miró nuevamente al espejo y se siguió acusando. Reconoció que en algún momento la empatía y humanidad formaron parte de su ser; sin embargo, eso había sido hace tanto. Ahora la malicia se le había apoderado. Recordó a la muchacha del prostíbulo y de la maldita costumbre por mirarse al espejo. Se decepcionó de lo que era. No habría más viajes para él.


Edder Baldeos



Foto tomada de:

https://peruandrock.lamula.pe/2010/08/01/leusemia-daniel-f/peruandrock/