¡AL RAMERIO¡
(A LA MIERDA LO DEMÁS - 1995)
“Sentir junto a ella
el placer de la vida,
el placer de la muerte
(…)”
Leusemia
-¡Al ramerio, carajo!-, la frase apareció pegajosamente en su cabeza.
La noche anterior había sido fría y solitaria; no le quedaba nadie más que él
mismo para ofrecerse un poco de cariño. Luego, la lluvia. Este fenómeno
atmosférico humedeció todo a su alrededor, cuando se observó con las manos
mojadas por las gotas blanquecinas, se sintió ridículo. Entonces, lo entendió:
-Es hora de ir-.
Pensó que una ducha fría y
tempranera, además de un desayuno bien surtido, le ayudarían a superar esas
exaltaciones iniciales; se equivocaba. En la universidad, se sentó hasta la
parte posterior del aula. Desde allí, se perdía del radio visual y el prejuicio
de sus compañeros; en cambio, a él se le facilitaba la visualización de todos,
o mejor dicho, de todas. Se recostaba con medio cuerpo en el espaldar de la
carpeta y lo restante en el asiento. Tomada esa posición era más fácil ver cómo
las figuras infértiles de sus compañeras resaltaban falsamente en atributos.
Una en especial le llamaba la
atención: Margoth. De todas, era la que más y mejor había desarrollado. Para
él, no era secundario ver todo ese ritual de movimientos que su amiga proponía al sentarse:
Estiramiento de espalda, movimiento perpendicular de cabello, relajación de
pecho y flexión e inflexión de piernas. Todas esas secuencias femeninas le amordazaban
y desquiciaban; desde la lejanía, todo sudoroso por la emoción, disfrutaba de
ese juego.
-¡Pérez!, ¿Está usted atento a
la clase?-, salió de su letargo por unos minutos. Le atemorizó la pregunta y
las posteriores miradas del resto del grupo; doblando y entrechocando sus dedos
nerviosamente, dijo que sí. La maestra de lenguaje no satisfecha con esa
respuesta, le replicó: -¿Comprendió cómo se usan los recursos no verbales en
las expresiones orales?-. Escuchó el final de la pregunta y volvió a estremecerse;
esta vez, imaginando a la profesora.
*
Los famosos colectivos rojos
de la línea Paradiso Express esperaban,
en la intersección de las avenidas América y Miraflores, el inicio de su
extendida ruta. Allí, justo frente a El Cuartel, sus pacientes parroquianos
hacían tiempo mientras se llenaba su unidad de turno.
Era el caso de Lucho, quien
había ocupado con rapidez uno de los asientos posteriores del auto rojo; desde
su posición pudo observar como dos mujeres lo reconocieron sentado ahí y se
rieron a viva voz de sus necesidades sexuales. Se sintió ridículo por segunda
vez en el día.
-Sube rápido, güebón-, le dijo
un tipo a su colega mientras lo empujaba hacia el interior.
-¡Al toque!, ¡Al toque!- El
otro se lanzó contra Lucho.
–Disculpa, causa-; y se acomodó
rápido.
El vehículo se llenó con esos
nuevos pasajeros. Ante el vértigo del momento, el chofer dejó de golpear el
adorno en forma de perro que había pegado en el tablero y encendió el motor de
su maquinaria.
El recorrido había iniciado y
el viejo conductor no podía concebir el mismo sin un poco de música. Encendió
su radio en una emisora que, según el horario, emitía salsa centroamericana
antigua.
-¿Tienes miedo?-, consultó uno
de los jóvenes que lo acompañaban en el asiento trasero. Lucho sintió la
crudeza de la pregunta y la incertidumbre de lo inesperado. Volteó en dirección
al emisor y lo miró a los ojos con cierto temor.
-Nada, lo que quiero es llegar
de una vez-, le respondió su colega. Luis se reconfortó al escuchar la
resolución de ese joven y al saber que la pregunta inicial no era para él. Al
mismo tiempo, estaba de acuerdo con aquella respuesta, quería llegar de una
vez.
-Quiero cachar, tío-, le
señaló uno de los jóvenes a su acompañante, ambos probablemente serían
universitarios como él, con los mismos sueños y con las mismas necesidades,
-¡no la veo hace meses!-
-Me
han dicho que hay flaquitas nuevas, extranjeras. Estos días tienen buena
pinta-, replicó el otro levantando la voz, aunque sus palabras se confundían
con la distorsionada reproducción radial de “Oye el consejo” de Los Guayaberos
de Holguín: “Te pasas el día vagando por
toda la vecindá. Aé La Habana, aé La Habana; choeurs: Aé la Habana, aé la
Habana, ¿quién no goza, quién no baila, caballero, en La Habana?”, resonaba
mientras un pequeño silencio acompasaba su conversación.
–No, tío, no importa que hayan
mujeres horribles, enfermas y brutas; taradas, de pena, de miedo o muertas; lo
que importa es que sean putas, que sean unos demonios en la cama-, sin dejarlo
terminar, el viejo conductor detuvo su andar pues habían llegado al fin de su
recorrido.
Luis esperó unos minutos en
los alrededores mientras los muchachos con los que había viajado se
adelantaban. Luego que los perdió de vista, se acercó hasta al enorme portón
medio verde que funcionaba como entrada. Desde allí, sentado en una silla roja
muy resistente, un tipo obeso le pidió diez soles de entrada. Los pagó sin dar
objeciones.
Sintió el cambio de ambiente
de inmediato, fuera se percibía la claridad característica de la alegre tarde;
en cambio, dentro la falta de luz lo encegueció. Unas luces sicodélicas verdes
y rojas iluminaban temerosamente el largo pasaje de puertas blancas. En la
mayoría de portales, señoritas seductoras y autopromocionadas esperaban poder
captar a alguien. Todas en ropa interior llamaban visualmente a sus posibles
clientes.
Pérez caminaba justo en el
centro del callejón, esquivando a otros embelesados como él. Al llegar hasta su
recurrente puerta catorce, se decepcionó de encontrarla cerrada. Seguramente
otro estaría haciendo uso de la mujer que él ya había reclamado como suya en
otros días. Prosiguió su búsqueda de nuevos y desconocidos cuerpos a los que
asaltar y tomar. Cuando sintió que su camino se quedaba sin opciones,
identificó a una jovencita en ropa interior negra acostada contra su entrada. A
diferencia de las demás, esta no insistía para que adquieran sus servicios,
simplemente miraba pasar a los parroquianos. Esas actitudes esquivas lo
atrajeron y motivaron a entrevistarla.
-¿Cuánto?-, le dijo apenas se
acercó hasta ella. Quiso parecer lo más calculador posible, si bien es cierto
la jovencita le había atraído, no quería pagar más de la cuenta.
-Veinticinco, buena atención,
sin apuro, trato de pareja, con paciencia-, le respondió la mujer. Seguramente
habría repetido esta frase innumerablemente; tantas, que a Lucho le pareció una
robotización de palabras.
-¿Masaje a la cabeza?, le
replicó.
- Ya, también.
Entró al cuarto, desde dentro
parecía más pequeño de lo que se proyectaba en el pasadizo. Había una mesita de
noche con una tira de preservativos todavía sin usar, una botellita de alcohol,
la cartera de la señorita y un parlantito negro que la mujer encendió y
sintonizó con el bluetooth de su celular.
-Usa el gancho de la puerta-,
le dijo a su joven cliente, mientras le señalaba hacia la entrada. Luis recogió
su ropa que había tirado sobre un banco y la colgó como se lo dijeron.
De un costado de la pequeña
plataforma que servía como baño, la mujer sacó un tazón que llenó con agua,
atrajo hacia sí a Luis, que ya había terminado de desnudarse, y le empezó a
enjuagar los testículos y el pene con la maña que solo la experiencia otorga.
Lucho inició con ella los
masajes que había imaginado mientras observaba a sus compañeras. Recordaba a
Margoth y todo ese ritual de comodidad que solía realizar en el aula, en
algunos casos pensaba también en la experiencia de la profesora de lengua;
cuando eso sucedía, estrujaba con más salvajismo los senos de su nueva amante.
*
-¿Te puedo hacer una
pregunta?-, había tomado la costumbre de hacer preguntas a sus parejas de
alquiler, el único objeto era el de encariñarlas y luego invitarlas a salir;
quizá en el futuro algún servicio le saldría gratis. Pensaba que ese tipo de
mujeres vivían ansiosas, que por un poco de amor sincero podrían hacer lo que
uno quisiera; y aunque él no les podía dar ese amor, lo que sí podía era
fingirlo.
-Con tal que no sean las típicas
preguntas tontas: ¿cuál es tu nombre? o ¿cómo terminaste trabajando acá?, no
hay problema-, le repuso la joven con un gesto de aburrimiento. Mientras, se
acercó a un espejo que tenía colgado a lado del baño y empezó a peinarse bajo
sus reflejos.
Una vez más, se sintió
ridículo. Esas eran las usuales preguntas que hacía y que le funcionaban para
socializar con esas mujeres. Aprovechando la circunstancia, le preguntó:
-Primera vez que veo que una de ustedes se mira al espejo después de tirar,
¿por qué?-
La mujer cambió repentinamente
de semblante, parecía más niña que al inicio; de todas las preguntas que le
pudieron haber hecho, esa era la que menos esperaba. Se observó detenidamente
por un tiempo prolongado: pasmada, vencida, inútil.
-Cuando veo el espejo… cuando
lo veo-, por primera vez en la noche titubeaba en sus acciones, la seguridad
que atrajo a Lucho hasta la puerta número veintiuno se perdió en un instante.
–Ahí estoy, me veo reflejada-, se tomó un tiempo para continuar: -me veo de
niña y me acuso. Ahí estoy triste, llorando. Por lo que soy ahora, por la
inocencia que abandoné y que arrojé por las monedas que tipos como tú me
entregan-.
Lucho se impresionó con la
respuesta, el temor le embargó. Se vistió tan velozmente como pudo.
-Y tengo miedo, así como tú
ahora-, sentenció la muchacha, cada minuto que pasaba, parecía más niña, más
pura.
Se miró nuevamente al espejo y
se siguió acusando. Reconoció que en algún momento la empatía y humanidad
formaron parte de su ser; sin embargo, eso había sido hace tanto. Ahora la
malicia se le había apoderado. Recordó a la muchacha del prostíbulo y de la
maldita costumbre por mirarse al espejo. Se decepcionó de lo que era. No habría
más viajes para él.
Edder Baldeos
Foto tomada de:
https://peruandrock.lamula.pe/2010/08/01/leusemia-daniel-f/peruandrock/
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