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viernes, 14 de agosto de 2020

BAJO EN SEROTONINA (BAJO EN SEROTONINA - 2004)

“Mis ojos ciegos cerraré (nunca sabré),

quizás así no sufra más (todo cambió).”

Diazepunk

 

- Profe, ayer oí la canción de la que nos habló en clase: “Recordaré antes de morir”, qué frase tan llamativa para iniciar un tema-, lo miré con sorpresa y gratitud. Difícilmente alguien te escucha en estos días.

El turno tarde en el trabajo siempre es el más pesado: La jornada inicia al instante que terminas el almuerzo y culmina cuando ya es preciso volver a alimentarte. Sin embargo, la comida no es prioridad cuando la prisa abruma.

Apenas la sirena suena y los estudiantes abandonan sus pupitres, yo ya estoy dispuesto para la huida. No hay tiempo para miramientos ni reveces de cabeza. Rápidamente marco mi salida y ya estoy en el transporte público. Los muchachos no dejan espacio para nadie, la odisea de viajar en micro a la salida del colegio, historia diaria del hombre. Un jovencito de mirada callada, quien es uno de mis estudiantes de segundo grado, jalándome la chompa me concedía a tomar el lugar que con rapidez y astucia había ganado.

Junto a la ventana del bus es más fácil siempre reflexionar sobre los grandes temas de la sociedad y el hombre. Mirando divertida y racionalmente se puede reconocer esas secuencias. Los hombres contra lo humano, según lo propuesto por Gabriel Marcel, es el ejemplo claro que nuestros continuos intentos por deshumanizarnos son reiteraciones vanas, pues aún esa degradación pertenece a lo humano intrínsecamente. Laceraciones sociales que a nuestro criterio están tan alejadas de nuestras vidas y que, en cambio, son un recuento más de nuestra naturaleza.

El bus de las 6:55 de la tarde siempre se ve sorprendido por el semáforo de la intercepción entre las avenidas Vallejo y Eguren, quienes por cierto fueron grandes representantes de la poesía nacional, pero que en este contexto simbolizan la luz roja más lenta y extensa de la ciudad.  En conjunto con la velocidad del bus, la mente se pone cada vez más lenta.

- Hijo, ven. Antes de dormir tenemos que hacer la oración-.

Me impulsó junto a ella con una suavidad desconocida en otras circunstancias y nos arrodillamos al pie de la cama justo en dirección de la cruz que puso en mi habitación para estar siempre protegido de peligros espirituales.

La veía reunir sus manos y cerrar los ojos con total sinceridad. Yo, con la máxima intención, procuraba imitarla, pero mis intentos eran vanos. Por momentos abría los ojos para tratar de sorprenderla y captarle algún instante de desconcentración, aunque todos esos proyectos eran ineficaces pues siempre la notaba inamovible, abstraída. Cada vez que esto sucedía, sentía vergüenza de intentarlo, de no comprender ese estado de total espiritualidad y afinidad.

Luego, cuando por fin su ritual de lealtad terminaba, me sonreía angelicalmente.

- Las cosas se hacen con amor, nada más que con amor, sino, no las sientes-, y se marchaba a su cuarto. Cuántas veces no me habré perdido en esas palabras y en ese semblante.

- Profe, nos vemos mañana, no se vaya a dormir de nuevo.

Medio aturdido por el corto descanso, veo que me levanta la mano mientras desciende del vehículo. Miro atravesando visualmente la ventana y le respondo con un movimiento de cabeza. Debí haberle agradecido por otorgarme el asiento y darme una ocasión para dormir un rato durante el viaje, sin embargo, comprendo que la vida está llena de oportunidades que se pierden sin querer.

Aún faltaban algunas cuadras para llegar al hospital en donde esperaba mi madre. Me pregunto, ¿por qué habré tenido ese recuerdo de infancia mientras dormía?, ¿tendría algún significado más allá?, en otras palabras, ¿su significado sería más relevante que el de una simple catarsis?

- Pasaje, pasaje-, me dijo el cobrador mientras intentaba otorgarle alguna logicidad a aquel momento.

Rebusqué las monedas de mi bolsillo. Separé algunas igual al costo del transporte y se las di sin suspenso. Las sobrantes las reorganicé según su tamaño y las volví a guardar. En esta instancia, desearía haber traído los audífonos y  distraerme con alguna canción de 6 voltios, Leusemia o diazepunk. Ya no soportaba las ansias de llegar a mi destino. Reposé mi cabeza contra la ventana.

- ¿De nuevo?, ¡Tú no aprendes!

Yo correteaba hacia el balón sin parar. Me caía una, dos, tres, tantas veces. Las caídas dolían, algunas me raspaban las rodillas y me dejaban la carne expuesta, aunque, esa no era razón suficiente para distanciarme del juego.

Mis compañeros se reían de la forma tan absurda con la que corría para no caerme. Separaba las piernas como un escaldado y apartaba los brazos del cuerpo para no perder el equilibrio. Me veía ridículo seguramente, además de adolorido por las heridas en las piernas. De todas formas, me sentía feliz de esas sensaciones, como dije, nada podía detenerme.

- Ven aquí ahora-, llamaba mi mamá con el ceño totalmente fruncido. -¿por qué nunca aprendiste a amarrarte los pasadores?, ¡mira acá atentamente!-, dirigió su mirada a mis zapatillas y las ató rápidamente.

Las risas caían de todas direcciones: De mis amigos, mi madre y, sobre todo, mías.

- Lazarte, Lazarte, ¡Baja paradero!

De un brinco me separé del asiento y bajé del bus apurado. El camino era escandalosamente oscuro y solitario a estas horas, aunque, en los alrededores no se siente el miedo al robo o el hurto, sino, a la muerte y la desesperanza.

Ingresé por la puerta lateral, desde la cual solo ingresan familiares de pacientes en cuidados intensivos. Es necesario saludar muy bajito a todos y cada uno de los trabajadores del hospital que te vas topando en el camino, no tanto por respeto o cordialidad, lo haces para no sentirte tan solo.

“Pabellón 6, habitación C-D”, estaba pegado con una calcomanía ya por desprenderse fuera de la habitación.

La puerta crujía dolorosamente cada vez que la empujaba para ingresar: La cama estaba destendida como solía dejarla. Las travesías más grandes del día impedían al cuerpo reorganizar la vida, en este caso, al viejo catre. Me apresuraba a tirarme encima del colchón roído y gastaba mis últimas energías contestando los mensajes de mis compañeros y colegas.

Por las noches, como aquella en la que me privaron de la luz por no pagar el recibo a tiempo, me sentía solo. Miraba el techo de la recamara sin objeto. Estaba todo tan oscuro, desconocido. A pesar que el cuarto era pequeño y llevaba viviendo en él cerca de un año; en total tiniebla parecía todo relativamente nuevo. Me perdía reflexionando sobre el temor.

En esa noche, como en otras igual de agotadoras, solo me quedaba la añoranza. Recuerdos vanos, huecos, pero recuerdos al fin y al cabo, de la vida junto a mi familia: Mamá y papá. Esa larga caminata por la calle radiante gracias a esas lucecitas rojas y blancas. El parque, en donde, con muchos días de anticipación, practicábamos los villancicos que cantaríamos en navidad. Lágrimas. Cierro los ojos para poder reorganizar mis ideas: Oscuridad de nuevo.

*

- Don Frank, ¿de nuevo saliéndose de su cama?, ¡Ya no sé qué voy a hacer con usted!

- Pero quiero ir al baño. Y quiero hacerlo solo, por si acaso.

La enfermera se carcajeaba de las ridículas palabras que le acaba de decir. Mientras tanto, dejaba la botella que me servía como bacinica en uno de los soportes de la camilla.

Solo podía mirarla con cierto aire de rencor, pues la fuerzas no me daban ni para enojarme por completo. Ella, apacible y penosamente, me miraba con los ojos dilatados, comprendía que mis días en su compañía ya no eran muchos. La vida se va aplacando con el transcurrir del tiempo como se les extinguió a mis padres. Presionó el interruptor y el fluorescente se apagó.

Mientras tanto, yo veía el tiempo pasar a través del sonido de las manecillas del reloj. Van avanzando sin cesar, sin pausa, hasta que en un momento dado, no vuelves a oírlas más. 



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