“Mis ojos ciegos cerraré (nunca sabré),
quizás así no sufra más (todo cambió).”
Diazepunk
- Profe, ayer oí la canción de
la que nos habló en clase: “Recordaré antes de morir”, qué frase tan llamativa
para iniciar un tema-, lo miré con sorpresa y gratitud. Difícilmente alguien te
escucha en estos días.
El turno tarde en el trabajo
siempre es el más pesado: La jornada inicia al instante que terminas el
almuerzo y culmina cuando ya es preciso volver a alimentarte. Sin embargo, la
comida no es prioridad cuando la prisa abruma.
Apenas la sirena suena y los
estudiantes abandonan sus pupitres, yo ya estoy dispuesto para la huida. No hay
tiempo para miramientos ni reveces de cabeza. Rápidamente marco mi salida y ya
estoy en el transporte público. Los muchachos no dejan espacio para nadie, la
odisea de viajar en micro a la salida del colegio, historia diaria del hombre.
Un jovencito de mirada callada, quien es uno de mis estudiantes de segundo
grado, jalándome la chompa me concedía a tomar el lugar que con rapidez y
astucia había ganado.
Junto a la ventana del bus es
más fácil siempre reflexionar sobre los grandes temas de la sociedad y el
hombre. Mirando divertida y racionalmente se puede reconocer esas secuencias. Los
hombres contra lo humano, según lo propuesto por Gabriel Marcel, es el ejemplo
claro que nuestros continuos intentos por deshumanizarnos son reiteraciones
vanas, pues aún esa degradación pertenece a lo humano intrínsecamente.
Laceraciones sociales que a nuestro criterio están tan alejadas de nuestras
vidas y que, en cambio, son un recuento más de nuestra naturaleza.
El bus de las 6:55 de la tarde
siempre se ve sorprendido por el semáforo de la intercepción entre las avenidas
Vallejo y Eguren, quienes por cierto fueron grandes representantes de la poesía
nacional, pero que en este contexto simbolizan la luz roja más lenta y extensa
de la ciudad. En conjunto con la
velocidad del bus, la mente se pone cada vez más lenta.
- Hijo, ven. Antes de dormir
tenemos que hacer la oración-.
Me impulsó junto a ella con
una suavidad desconocida en otras circunstancias y nos arrodillamos al pie de
la cama justo en dirección de la cruz que puso en mi habitación para estar
siempre protegido de peligros espirituales.
La veía reunir sus manos y
cerrar los ojos con total sinceridad. Yo, con la máxima intención, procuraba
imitarla, pero mis intentos eran vanos. Por momentos abría los ojos para tratar
de sorprenderla y captarle algún instante de desconcentración, aunque todos esos
proyectos eran ineficaces pues siempre la notaba inamovible, abstraída. Cada
vez que esto sucedía, sentía vergüenza de intentarlo, de no comprender ese
estado de total espiritualidad y afinidad.
Luego, cuando por fin su
ritual de lealtad terminaba, me sonreía angelicalmente.
- Las cosas se hacen con amor,
nada más que con amor, sino, no las sientes-, y se marchaba a su cuarto.
Cuántas veces no me habré perdido en esas palabras y en ese semblante.
- Profe, nos vemos mañana, no
se vaya a dormir de nuevo.
Medio aturdido por el corto
descanso, veo que me levanta la mano mientras desciende del vehículo. Miro
atravesando visualmente la ventana y le respondo con un movimiento de cabeza.
Debí haberle agradecido por otorgarme el asiento y darme una ocasión para dormir
un rato durante el viaje, sin embargo, comprendo que la vida está llena de
oportunidades que se pierden sin querer.
Aún faltaban algunas cuadras
para llegar al hospital en donde esperaba mi madre. Me pregunto, ¿por qué habré
tenido ese recuerdo de infancia mientras dormía?, ¿tendría algún significado
más allá?, en otras palabras, ¿su significado sería más relevante que el de una
simple catarsis?
- Pasaje, pasaje-, me dijo el
cobrador mientras intentaba otorgarle alguna logicidad a aquel momento.
Rebusqué las monedas de mi
bolsillo. Separé algunas igual al costo del transporte y se las di sin
suspenso. Las sobrantes las reorganicé según su tamaño y las volví a guardar.
En esta instancia, desearía haber traído los audífonos y distraerme con alguna canción de 6 voltios,
Leusemia o diazepunk. Ya no soportaba las ansias de llegar a mi destino. Reposé
mi cabeza contra la ventana.
- ¿De nuevo?, ¡Tú no aprendes!
Yo correteaba hacia el balón
sin parar. Me caía una, dos, tres, tantas veces. Las caídas dolían, algunas me
raspaban las rodillas y me dejaban la carne expuesta, aunque, esa no era razón
suficiente para distanciarme del juego.
Mis compañeros se reían de la
forma tan absurda con la que corría para no caerme. Separaba las piernas como
un escaldado y apartaba los brazos del cuerpo para no perder el equilibrio. Me
veía ridículo seguramente, además de adolorido por las heridas en las piernas.
De todas formas, me sentía feliz de esas sensaciones, como dije, nada podía
detenerme.
- Ven aquí ahora-, llamaba mi
mamá con el ceño totalmente fruncido. -¿por qué nunca aprendiste a amarrarte
los pasadores?, ¡mira acá atentamente!-, dirigió su mirada a mis zapatillas y
las ató rápidamente.
Las risas caían de todas
direcciones: De mis amigos, mi madre y, sobre todo, mías.
- Lazarte, Lazarte, ¡Baja
paradero!
De un brinco me separé del
asiento y bajé del bus apurado. El camino era escandalosamente oscuro y
solitario a estas horas, aunque, en los alrededores no se siente el miedo al
robo o el hurto, sino, a la muerte y la desesperanza.
Ingresé por la puerta lateral,
desde la cual solo ingresan familiares de pacientes en cuidados intensivos. Es
necesario saludar muy bajito a todos y cada uno de los trabajadores del
hospital que te vas topando en el camino, no tanto por respeto o cordialidad,
lo haces para no sentirte tan solo.
“Pabellón 6, habitación C-D”,
estaba pegado con una calcomanía ya por desprenderse fuera de la habitación.
La puerta crujía dolorosamente
cada vez que la empujaba para ingresar: La cama estaba destendida como solía
dejarla. Las travesías más grandes del día impedían al cuerpo reorganizar la
vida, en este caso, al viejo catre. Me apresuraba a tirarme encima del colchón
roído y gastaba mis últimas energías contestando los mensajes de mis compañeros
y colegas.
Por las noches, como aquella
en la que me privaron de la luz por no pagar el recibo a tiempo, me sentía
solo. Miraba el techo de la recamara sin objeto. Estaba todo tan oscuro,
desconocido. A pesar que el cuarto era pequeño y llevaba viviendo en él cerca de
un año; en total tiniebla parecía todo relativamente nuevo. Me perdía
reflexionando sobre el temor.
En esa noche, como en otras
igual de agotadoras, solo me quedaba la añoranza. Recuerdos vanos, huecos, pero
recuerdos al fin y al cabo, de la vida junto a mi familia: Mamá y papá. Esa
larga caminata por la calle radiante gracias a esas lucecitas rojas y blancas.
El parque, en donde, con muchos días de anticipación, practicábamos los
villancicos que cantaríamos en navidad. Lágrimas. Cierro los ojos para poder
reorganizar mis ideas: Oscuridad de nuevo.
*
- Don Frank, ¿de nuevo
saliéndose de su cama?, ¡Ya no sé qué voy a hacer con usted!
- Pero quiero ir al baño. Y
quiero hacerlo solo, por si acaso.
La enfermera se carcajeaba de
las ridículas palabras que le acaba de decir. Mientras tanto, dejaba la botella
que me servía como bacinica en uno de los soportes de la camilla.
Solo podía mirarla con cierto
aire de rencor, pues la fuerzas no me daban ni para enojarme por completo.
Ella, apacible y penosamente, me miraba con los ojos dilatados, comprendía que
mis días en su compañía ya no eran muchos. La vida se va aplacando con el
transcurrir del tiempo como se les extinguió a mis padres. Presionó el
interruptor y el fluorescente se apagó.
Mientras tanto, yo veía el tiempo pasar a través del sonido de las manecillas del reloj. Van avanzando sin cesar, sin pausa, hasta que en un momento dado, no vuelves a oírlas más.
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